
En una sala larga y espaciosa, un maestro habla con pasión y entusiasmo. Cinco adolescentes lo escuchan mientras pintan y dibujan en sus cartones, cada uno completamente absorto en su trabajo. Aunque me ignoran por completo, no me siento incómodo; al contrario, me invade una sensación de asombro. Este es un lugar sagrado, donde las emociones se vuelven color y los recuerdos toman forma a través de cada pincelada.
Para seguir en este momento sagrado, comienzan a conversar sobre sus dibujos. Explican el significado detrás de cada forma, la intensidad de los colores que eligieron, e incluso los puntos oscuros que revelan sus penas. Siento que este es un espacio seguro para ellos, un refugio donde pueden soltar esa represión que llevan dentro—una represión nacida en hogares donde la violencia apagó sus sonrisas y las palabras tiernas, en una sociedad machista que les enseñó a ocultar su vulnerabilidad.
Después de una breve introducción guiada por su maestro, Roger, saludo al grupo y empiezo a tomar fotos en silencio, con cuidado de no interrumpir su concentración. No se sienten intimidados; al contrario, brillan, perdidos en su pasión. Cuando terminan, Roger les pide que firmen sus obras maestras y compartan sus historias.
Ariatne* habla primero. Tiene 16 años, pero parece más joven, con una expresión llena de entusiasmo. En letras grandes y hermosas ha escrito: “Siento que merezco más” y “Mi lugar seguro”. Al lado de esas palabras hay un pequeño dibujo de “Casa Esperanza”: una casita con un fuego encendido en el centro.
Luego sigue Alexandra*, que comienza un poco nerviosa. Su obra es impactante, un mapa vívido de emociones. En una esquina, un sol negro representa su yo del pasado—una época de tristeza y caos. Pero esa oscuridad está rodeada por un estallido de color. Un corazón con una “C” marca a alguien que se ha vuelto importante para ella. Una gran “G” domina la mitad del cartón; la otra mitad florece con notas musicales y un reproductor bañado en rojo y azul. Le pregunto qué canción está sonando, y sonríe: “Querer querernos” de Canserbero. Su firma termina con dos cuernitos juguetones, y al concluir, suelta una risa libre y liviana.
Abigail* es la siguiente. En su cartón se lee: “Mi lugar seguro”, seguido por una cascada de nombres, enmarcados en un fondo amarillo y un corazón rojo fuerte. Le pregunto por cada uno—algunos son familia, otros amigos, y uno, representado solo con una inicial, es un secreto bien guardado. Termina compartiendo su amor por el fútbol, su sueño de llegar a ser como Ronaldo, y el orgullo que sus trofeos les dan a sus padres. Su sonrisa lo dice todo.
Finalmente está Sandra*, un alma tranquila. Mientras los demás conversan, él se sienta en un sillón grande, con audífonos puestos, dibujando en paz. Le pregunto a Said qué significa su pintura para él, y solo sonríe. Me siento bien con ella, dice.
Su obra es engañosamente simple—colores suaves, palabras sencillas pero con peso. En el centro, en letras firmes y sin adornos: “SOY FELIZ AQUÍ”. Cerca, solo dos palabras más: “La Música”. Nada más. Sin explicaciones elaboradas, sin grandes metáforas. Y sin embargo, en esa sencillez hay algo universal: la necesidad de tener un lugar donde uno pueda simplemente “ser”, sin máscaras ni miedo.
Al escuchar a estas almas tan suaves, me doy cuenta de cuánto tienen para enseñarme. La confianza que Proyecto Suma ha depositado en mí—para acompañar y cuidar estos corazones frágiles pero fuertes—es una responsabilidad sagrada. Voy a honrarla con cada gesto respetuoso, cada momento de paciencia. Y por este regalo, por esta oportunidad fugaz de entrar en su mundo, le susurro mi gratitud a Dios.
- Alejandro Vásquez, Pasante de Project Suma